Hay muertes silenciosas, muertes que esconden más de lo que realmente se sabe...
El conventillo selló un pacto de
silencio mientras el cuerpo de la Luisa se debatía entre los últimos estertores
que prolongaban su vida, un poco, mucho, demasiado, finalmente insuficiente.
Hasta haber expirado con ese grito ronco y quejumbroso de la que pide lo que
siempre se le había negado. La Luisa, amatoria, amante, amada se aferró a su
vida colgada del único recuerdo carmesí que conocía y, aunque se sujetó
firmemente de ese recuerdo, perdió la esperanza en cada gota librada a su
suerte que le devolvía el lecho de su último quejido.
Su cuerpo, extraviado en el rigor
mortis cadavérico, yacía solitario y abandonado en el santuario que finalmente
la consagró como una virgen rebelde, aquella que nunca derramo una lágrima de
sumisión porque su lucha de todos los días era un llamado a la desobediencia
social. Su cuerpo, memoria viva y tumba perenne, acogió sus deseos de
indignación de un devenir mujer en premura de las cincuenta y dos puñaladas con
la que fue marcada en su último viaje. Ese viaje que cubrió su rostro, ocultó
su mirada y la expuso humana en esa arremetida violenta de las cincuenta y dos
perforaciones que transformaron su individualidad en cadáver colectivo para
movilizar a la indignación que se suma y guarda luto por una muerte de las miles
y anónimas que existen.
Mientras el olor a transfobia
pervive en la humanidad del asesino que cobardamente huye de sí mismo, dejando
un hilo de pestilencia como marca registrada de una sociedad paradójicamente
inclusiva, libre de homofobia y toda forma de discriminación. Por eso nadie
escuchó nada, nadie observó nada, nadie sintió nada, porque para la vecindad
que rodeaba a la Luisa n maricón, una lesbiana, una travesti es eso, una nada,
una nulidad perdida en el espacio. Por eso decidieron no escuchar, no observar,
no sentir el auxilio de un ser humano que moría violentamente en sus narices,
quizá porque todavía repugna el “otro”, ese otro diferente que se atreve a
irrumpir su espacio, ese otro desigual que transgrede la norma heterosexual,
ese otro distinto en su osadía de andar y desandar el mismo camino de los
supuestos normales. Y es que esta anulación simbólica que el juicio social hace
contra los maricas, las travas y las marimachos deviene violencia psicológica,
física y sexual en tanto el último intento desesperado de sujetar y normar el
cuerpo de los seres que se atreven a obrar en instancias del deseo, con la
única finalidad de legitimar un existir digno y primordialmente, humano.
Por eso el pacto de silencio, no
sólo del conventillo, sino de la familia, la policía, la sociedad y el estado
en general, que al callar y minimizar este crimen se convierten en cómplices de
estos delitos de lesa humanidad. Los Tusequis, el barrio, nunca más volverá a
ser el mismo porque desde todos los espacios decidimos romper esa “conspiración
del silencio” para hacer del llamado de Luisa Durán una movilización urgente
que demande justicia para todas esas muertes obligadas a silenciar su grito.
“Soy Marica y Qué”